martes, 27 de septiembre de 2022

Tumbas en cada habitación: la búsqueda de un grupo de familiares de desaparecidos en un narcorrancho de Veracruz

En una de sus jornadas de búsqueda, mujeres activistas —madres, hermanas o esposas de personas desaparecidas— recorren un rancho recientemente asegurado en la zona serrana de las Altas Montañas de Veracruz, donde son testigos de la violencia con que el crimen organizado actúa contra pobladores de todo el territorio.

—Yo digo que es un carnicero el que trabaja con ellos. O tal vez un médico, un cirujano. Porque no hay forma de que los cortes sean tan limpios. Tan… cómo te diré. Tan perfectos.

Tras la frase, Araceli Salcedo se sube la cremallera de la chamarra negra para cubrirse de la llovizna que la empapa lentamente y que lleva varios días sin dar tregua a esta zona serrana de las Altas Montañas de Veracruz.  

Son las 10:00 de la mañana del 19 de septiembre y la densa neblina gris cae sobre los campos de caña de azúcar que se extienden por una soledad solo interrumpida por un puñado de casitas desperdigadas.

En una de esas viviendas, un rancho de amplia fachada blanca, dos plantas que desde lo alto ofrecen vistas panorámicas y un enorme patio con caballerizas, se encuentra la veracruzana con otras cuatro mujeres, todas integrantes del Colectivo Familias Desaparecidos Córdoba-Orizaba, y todas madres, hermanas, tías o esposas de hombres desaparecidos a manos del crimen organizado o policías. 

Las activistas llegaron hasta este lugar, del que piden reservar su ubicación por cuestiones de seguridad, hace mes y medio. En ese entonces, las autoridades veracruzanas catearon por sorpresa este inmueble, que tiempo atrás fue arrebatado a sus dueños por sicarios para ocuparlo como “casa de seguridad”. 

—Los Zetas actuaban de otra manera —comenta Araceli sobre el ahora casi extinto grupo criminal, que entre 2008 y 2012 sembró terror en todo el estado con cobros de piso masivos, extorsiones, secuestros y asesinatos. 

—Ellos quemaban a la gente y los cortaban así —dice, formando con los dedos de su mano derecha una imaginaria hoja afilada que se dirige con violencia al antebrazo izquierdo—. Desmembraban a lo salvaje, a machetazos. 

En cambio, “el cártel”, como se refiere entre susurros al Cártel Jalisco Nueva Generación, tiene otro modus operandi no menos escalofriante.

—No sabemos ni entendemos por qué, pero los de Jalisco lo que hacen es desarticular los huesos —explica la activista, que ahora hace un gesto como si estuviera desarmando una figurita de Lego—. Por eso yo digo que tiene que ser un carnicero o un médico el que va con ellos. Porque son cortes limpios. 

Así encontraron cadáveres, por ejemplo, en Los Arenales, un cementerio clandestino en la pequeña localidad de Río Blanco, a unos pocos kilómetros de Orizaba, y también en Campo Grande, otro narcocementerio donde el colectivo halló en un año hasta 53 fosas. 

Y así los están encontrando ahora, asegura Araceli parada sobre la tierra arcillosa de las caballerizas del rancho, donde al fondo, junto a una larguísima barda de bloques de concreto, unas estacas de madera señalan una hilera casi perfecta de fosas, donde van 12 cadáveres exhumados; todos, desnudos y desmembrados. 

—Así es como operan —insiste la mujer, con la mirada fija en los huecos estrechos y rectangulares de la tierra—. Es el sello del cártel.

—Señor, danos la fortaleza suficiente, y que hoy, lo que aquí suceda sea tu santísima voluntad… 

Araceli, Zuleima, Lorenza, Irma y doña Norma se toman de las manos y forman un círculo alrededor de un pequeño cirio. Tienen el gesto serio, solemne, y todas observan concentradas la anaranjada llama titilante de la vela posada sobre el suelo repleto de piedras angostas. 

La escena contrasta con el altar que, a tan solo unos pasos, los sicarios levantaron para venerar a varias figuritas negras de la Santa Muerte, donde hay restos de flores marchitas y fruta aún fresca dejada como ofrenda.  

—Señor —continúa con la oración una de las mujeres, con un tono de ruego—, te pedimos que las personas que han sido dejadas aquí sean encontradas, y que puedan regresar con sus familias. Te lo pedimos en el nombre de tu hijo Jesucristo, nuestro Señor.

—Amén.  

A continuación, aún tomadas de las manos, Araceli pronuncia el nombre de su hija desaparecida, Fernanda Rubí Salcedo Jiménez, y el resto de las mujeres grita con fuerza “¡Presente!”. Y así, cada una completa el ritual pronunciando en voz alta los nombres de Miguel Ángel Hernández Guzmán, Édgar Isaías Aguirre Alvarado, Martín Flores Medina, Ciro Álvarez Cantor, y los de “todos los desaparecidos cuyas familias los siguen buscando”. 

—Porque la lucha por un hijo no termina, y una madre nunca olvida. ¡Hasta encontrarlos! —vuelven a gritar.

A eso de las 10:30 de la mañana, uno de los peritos forenses del estado de Veracruz se acerca al grupo de mujeres que, tras levantar un improvisado campamento en el patio del rancho, con una lona y cuatro sogas amarradas a unos postes, estaban ordenando las varillas, los picos y las palas con las que rastrean la tierra y con las que han encontrado a cientos de desaparecidos.

—Disculpen que las moleste —se excusa el perito, un hombre joven de aspecto universitario, con lentes y guantes de látex—. ¿Podrían pasar para darles el reporte? 

De inmediato, las mujeres cruzan diligentes por un arco y unos porches de hierro oxidado. En el camino se encuentran con dos bases de madera ya putrefacta que en su día fueron camas, y que ahora son utilizadas por los forenses para tapar las dos fosas que están trabajando cuando llega el ocaso y tienen que interrumpir las labores hasta el día siguiente.

A un costado, del lado izquierdo del predio, junto a la primera de las fosas puestas en fila, una enorme mancha de tizne negro se extiende por una de las paredes del patio. Ahí, cuando las autoridades llegaron a hacer el cateo del rancho, aún se estaban quemando las ropas de las víctimas que los sicarios querían desaparecer antes de huir. El abandono del lugar fue tan precipitado que todavía hay naipes regados por el suelo, restos de comida —como jitomates y cebollas—, platos sucios, vasos rotos y un costal de cal sin abrir que los sicarios utilizaban para rociar los cadáveres.

Del otro extremo del predio rectangular, del lado derecho, junto a los restos de otro colchón calcinado y del que solo quedan alambres retorcidos, el forense indica a las madres que pasen por entre los arbustos hasta llegar al lugar que van a comenzar a excavar. 

—Son dos fosas que están juntas. Una vez intervenidas, solo nos quedaría checar otras tres anomalías. Y eso ya sería todo de nuestra parte —concluye el integrante del equipo de forenses del estado veracruzano, con quienes las madres buscadoras aseguran que han llegado a formar un buen equipo de trabajo “con el único propósito de encontrar la verdad y que se haga una identificación digna” de los cuerpos que van encontrando conjuntamente.

Las “anomalías” son lugares donde, si bien no es seguro que pudiera haber restos humanos, tampoco están descartados. Una de esas anomalías se encuentra también en el patio, pero no en la zona de las caballerizas, sino muy cerca de la casa, en otro patio donde yace abandonada una alberquita de color azul deslavado. En una de las paredes en la que está apoyada la tina hay varios impactos de bala, y en la barda contigua aún pueden apreciarse restos de sangre, a pesar de que alguien trató de lavarlos con cal.

—Sí, vamos a hacer unos pozos de sondeo ahí —apunta otro forense, también joven—. El ingeniero ya nos comentó que esa parte estaba despejada, que pasaron y no les dio nada positivo. Pero, para descartar, vamos a hacer un barrido. 

Satisfechas, las mujeres agradecen el trabajo.

—Los dejamos trabajar —les dicen a los forenses, mientras dos de ellas vuelven al campamento improvisado bajo una lona, y otras dos se dirigen hacia el interior del inmueble cateado, donde están por iniciar un tour por el horror.

Junto a la pequeña alberca que está apoyada en una pared con impactos de bala, los policías ministeriales se encontraron a su llegada una especie de casita hecha con lonas, que ya fue desmantelada. 

—Ahí es donde se presume que les quitaban la vida y eran desmembrados —dice bajando mucho la voz, casi entre susurros, Roxie, una joven voluntaria del colectivo que ayuda a Araceli a registrar las acciones que se realizan a diario, así como los cuerpos que se van encontrando. 

A tan solo unos pasos de la alberca, en la planta baja del rancho, hay dos habitaciones. Una está junto a un letrero escrito sin faltas de ortografía que ruega “favor de dejar aquí las llaves”. “Los malandros pueden ser malandros, pero educados”, bromea con un humor ácido Araceli, que explica que probablemente la casa también era usada por el cártel para guardar camionetas, coches o motocicletas robadas. 

La otra habitación está junto al único baño de la casa. Ahí es donde los sicarios mantenían cautivas a las víctimas. Roxie accede al cuarto con Zuleima Flores, esposa de Ciro Álvarez Cantor, hombre de 29 años desaparecido en octubre de 2019 en Ixtaczoquitlán. 

El suelo es de cemento liso, desnudo, y en una de las paredes hay apoyado un viejo colchón sucio. Aunque lo que llama rápido la atención es que todas las paredes están forradas con lonas negras de plástico. 

La habitación parece sacada de una escena de la serie de ficción Dexter, donde el asesino serial de asesinos seriales cubría escrupulosamente con plásticos los lugares donde mataba a las víctimas para no dejar rastro. Sin embargo, aquí, el uso de las lonas parece que tenía otro fin. 

—Tapaban todo para que no entrara claridad. Para que las víctimas no supieran si era de día o de noche, y tenerlos apendejados —explica un policía vestido con uniforme negro, que tras pasear la mirada por el cuarto asegura con una sonrisa floja que han bautizado el lugar como “la casa del martirio”. 

Desde que su hija Fernanda Rubí fue secuestrada y desaparecida por un grupo armado hace 10 años en una discoteca de Orizaba, Araceli dice que ya ha visto de todo, incluyendo casas del terror como esta que, hace hincapié, no es para nada la única que los criminales han utilizado, especialmente en la zona centro Córdoba-Orizaba-Ixtaczoquitlán que concentra el mayor número de desapariciones en Veracruz, entidad que desde 2018 lleva registradas al menos mil 200 casos de personas no localizadas —360 continúan así—, según datos de la Comisión Estatal de Búsqueda de Veracruz (CEBV).

En este contexto, el uso de ranchos y de casas para desaparecer personas se ha convertido en una práctica común para los criminales. Sin ir más lejos, en julio de 2021 se dio a conocer que Roberto Ventura Zepeda, un prominente doctor de 68 años y cuatro décadas de servicio en el Hospital Regional de Río Blanco, en Orizaba, fue localizado enterrado en una casa que sicarios habían arrebatado a sus dueños en la exhacienda de Jalapilla. Y en otro rancho localizado por las autoridades veracruzanas en Río Blanco, llamado Cali, ocho cuerpos fueron localizados también con el “sello” del cártel: estaban desmembrados y decapitados.

—En estos 10 años he visto cuanta barbarie te imagines —recalca Araceli, que asegura que lo que se encontraron en Cali, donde había cadenas y ganchos donde colgaban a las víctimas, es lo más parecido que ha visto a la película de terror La masacre de Texas —. Pero nunca había visto que forraran una habitación con plásticos negros. Incluso, los ministeriales nos dijeron que era la primera vez que habían visto algo así. 

Y no es la única peculiaridad del rancho. También encontraron cuerpos bañados en cal y encima de estos “una cama de piedras”, que aún no se sabe si era para “contener el hedor de los cadáveres” o si las querían utilizar para colocar encima más cuerpos, “como si fueran nichos”. De hecho, las autoridades sospechan que los criminales pretendían usar el resto del predio de las caballerizas para abrir más tumbas clandestinas.  

—Si este lugar no lo hubieran reventado, aquí hubieran seguido enterrando a más personas —zanja Araceli—. Porque se ve que ya estaban por empezar una segunda fila de fosas. Querían hacer su propio panteón clandestino.

Para llegar a la parte de arriba de la casa, hay que subir por unas escaleras angostas y atravesar una habitación que, con las copiosas lluvias de la última semana en Veracruz, está inundada.  

Por todas partes hay sofás mojados, viejos, sucios, manchados, y sillones rajados y con las entrañas de hule espuma a la vista. Las ventanas de barrotes, que ofrecen vistas a un inmenso desierto de vegetación, están también tapadas con unas lonas rojas ya desgarradas por la fuerza del viento. 

—Aquí dormían los malandros y hacían guardia para que nadie se les fuera a escapar —explica otro policía—. Y abajo, donde están las lonas negras, tenían a todos los que ya dejaron de existir, a los muertitos.

—Y la hilera de clavos que hay en una de las paredes del cuarto de abajo, ¿para qué son? —se le cuestiona al policía, que se encoge de hombros: puede que los utilizaran para colgar los restos que amputaban a las víctimas, dice, para “aterrorizar” a los demás secuestrados. 

—Ahí hacían rituales o sepa Dios qué tanta chingadera —responde el agente, que asegura que la habitación “aún apesta a santería”. Por eso, se comenta entre chismes que en la madrugada se han visto fantasmas entrando y saliendo de la casa. Y por eso, hay quienes decidieron prenderle una vela a la Santa Muerte, que nadie se atreve a apagar—. Es por si acaso —suelta una risotada el policía, que, no obstante, asegura presto que a quienes más teme es a los vivos—. Esos sí que espantan de a de veras. 

—¿Pero han tenido algún problema con el cártel hasta ahora? —se le pregunta. 

—No, hasta ahorita no —responde ya serio y ajustándose la banda que sostiene el fusil de asalto sobre el hombro—. Los primeros días sí vinieron dos camionetas y una moto. Pero solo llegaron, vieron y se fueron. 

Aun así, las autoridades están redoblando la vigilancia. Especialmente tras la espectacular balacera que tuvo lugar unos días antes, el lunes 14 de septiembre, cuando durante más de dos horas policías estatales, guardias nacionales y militares intercambiaron balazos con un grupo de presuntos sicarios del Cártel Jalisco que estaban atrincherados en otra “casa de seguridad” en pleno centro de Orizaba, un pueblo mágico turístico y uno de los municipios más seguros del estado y del país, según datos oficiales.

Ya en la segunda planta del rancho, en una terraza sin bardas, se aprecia a lo lejos el pico escarpado de un cerro colmado de árboles. La neblina, que avanza cargada de una tupida llovizna, envuelve a la montaña dando a la postal un tono invernal. 

El aire huele a café y a campo húmedo.

Desde ahí arriba se observan los puntos cardinales. Tal vez por eso los criminales eligieron este lugar solitario, porque puede controlarse estratégicamente todo el territorio a su alrededor: desde la carretera que cruza la zona a lo lejos, y por la que muy de vez en cuando se aprecia transitando algún viejo camión destartalado, hasta los caminos de terracería que serpentean rodeando palmeras espigadas, platanales y los campos de caña que murmuran con el paso de los fuertes vientos que traen las tormentas. 

Con ambos brazos puestos en jarra sobre la cintura, Roxie observa desde la terraza las tumbas abiertas a lo lejos, en las caballerizas. En total, van ya 12 cuerpos, a falta de analizar otras dos fosas restantes.

Zuleima, que observa en silencio la postal junto a Roxie, borra de su rostro la expresión risueña ante la tétrica imagen. 

Se alegra porque las familias de las personas que se logren identificar podrán tener resignación y certeza, dice. Pero tras bajar de nuevo las escaleras y pasar por “la habitación oscura”, confiesa que no puede evitar “hacerse ideas” de lo que le pudo haber pasado a su esposo Ciro, desaparecido hace ya tres años. 

—Entro a esta casa —admite— y me digo que quizá él haya estado en esa habitación donde los torturaban y les hacían cosas horribles… Y pues es muy difícil continuar buscando —añade tras unos segundos ahogando el llanto en silencio—. Pero, aun así, no me voy a detener. Voy a seguir buscando hasta encontrarlo —concluye tajante.

FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: MANU URESTE.

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