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» » » » Callar o morir, el dilema del activismo en México

México, y es una realidad que se atestigua todos los días, está en manos de los criminales. Los cárteles de las drogas, las células que los integran y los diversos delitos que cometen sus delincuentes, conforman el crimen organizado. Los cárteles dejaron de ser sólo traficantes de droga, y obtienen recursos ilícitos en la comisión de otros delitos: secuestran a cambio de dinero, extorsionan a los sectores productivos, billetes por protección, lavan dólares y pesos, matan para sentar precedentes y amenazan para lograr su ilegal cometido.

Los criminales no están solos; en muchas regiones del país cuentan con el apoyo del Estado Mexicano, sea a partir de corporaciones policíacas corruptas, federales, estatales o municipales, e incluso con la complicidad de otras autoridades en la estructura de gobierno, para ofrecerles protección.

Los ciudadanos, en contraparte, están vulnerados. Abandonados de la mano gubernamental en las garras de la criminalidad.

Este crimen organizado que sofoca sociedad, ahorca sectores y merma la economía, tiene tal poder, tal impunidad a partir de la corrupción, que no es contenido por quienes están obligados a procurar justicia, a prevenir la inseguridad, y establecer las condiciones que, dentro de un Estado de Derecho, castigue al criminal y proteja al ciudadano.

Con toda libertad, sabedores que no serán investigados por los Ministerios Públicos o por los agentes de investigación, los delincuentes de los cárteles de las drogas han tendido sus redes en los diferentes sectores productivos. Extorsionan a agricultores, a pescadores, a vendedores de partes de auto usadas, a comerciantes ambulantes y de mercados sobre ruedas y tianguis. A emprendedores de pequeños comercios, y familiares de víctimas que buscan justicia.

Durante muchos años, ciertamente la impunidad al crimen no es privativa de esta administración morenista. Los ciudadanos, hartos de tanta inseguridad, corrupción e impunidad, han tomado la calle para manifestarse, subirse a la palestra pública para denunciar de lo que son víctimas, y hasta organizarse para autodefenderse ante el evidente vacío de autoridad.

En este contexto, y por lo menos durante los últimos 20 años, México vivió el origen y crecimiento de grupos de la sociedad civil que decidieron, en aras de aportar a la seguridad y la transparencia, unir esfuerzos con otras víctimas del mismo dolor, en la búsqueda de la seguridad desde la sociedad organizada. Denunciar para obligar a la autoridad a accionar; manifestarse para evidenciar el abandono institucional; levantar la voz para señalar a quienes los vulnerar; organizarse para hacer con mano propia lo que los gobiernos no intentan: recuperar la paz.

El activismo social en México, sin embargo, no es un campo seguro, por más visibilidad que tenga la persona, el grupo o el liderazgo; no, cuando lo que impera no es el Estado de Derecho, sino la ley de sangre o plomo del crimen organizado. Así se confirmó hace unos días con el asesinato de Bernardo Bravo, el líder de los agricultores citrícolas en Michoacán, el lunes 20 de octubre. Para ese día, cuando su cuerpo fue localizado con rastros de tortura y disparo en la cabeza, Bernardo había convocado a una manifestación que ya no sucedió. Días antes en sus redes sociales había informado a los agremiados de su sector y a la ciudadanía en general, del mitin que realizarían para evitar el coyotaje de aquellos que a fuerza de amenazas pretenden manipular el precio del producto que siembran, cosechan y venden, el limón.

No era la primera ocasión que denunciaba el acoso criminal. Como representante de su sector, denunció las extorsiones del crimen organizado, que pedía pesos a cambio de dejarlos sembrar, cosechar o vender, imponiendo las reglas criminales en la cadena productiva. Pero a pesar de que estaba amenazado, no hubo medidas tomadas por el Estado para garantizar su seguridad, ya no digamos de protocolos de seguridad física, sino la investigación, aprehensión y procesamiento de los delincuentes que los acosaban, los amenazaban, y los extorsionaban, y que eran señalados por ellos.

A Bernardo Bravo no le dieron la seguridad que exigía, aprehendiendo a los delincuentes que lo amenazaban. A Bernardo Bravo, el agricultor de limones, el activista de los agricultores, lo dejaron solo y el crimen organizado lo privó de su libertad, lo torturó y lo mató por defender a los suyos y denunciar a los sordos gobiernos la terrible situación de inseguridad que terminó con su vida.

Bravo seguiría vivo si hubiese decidido callar. No alzar la voz, no convocar a manifestaciones, ser condescendiente con los corruptos oficiales y pagar a los extorsionadores criminales. Pero su compromiso con su sector superó, de manera evidente, sus miedos, y enfrentó a gobierno y crimen hasta que le callaron con balas.

Esta situación impera en todo el país y en todos los sectores. Sólo se observan los casos que se concretan de manera fatal, y desconocemos aquellos que, por temor a morir, deciden callar. Convivir con los corruptos oficiales y pagar a los extorsionadores criminales.

De manera reciente, algunos sectores se han acercado a ZETA para denunciar la terrible situación de forma anónima. Distribuidores de la Central de Abastos que son extorsionados por policías, por oficiales de reglamentos municipales y por criminales de células de los cárteles. Lo mismo sucede con los vendedores de partes de auto usadas, conocidos como yonkeros: les cobran piso los delincuentes, y los extorsionan los federales, los estatales y a veces los municipales.

Aun desde el anonimato deberían tener justicia, pero no la tienen. Las fiscalías y los gobiernos les fallan; les quedan a deber la seguridad, sea por incapacidad, por corrupción, por complicidad con los criminales o por la infiltración del narco en las instituciones. Pero en la denuncia anónima por lo menos salvan la vida.

No fue el caso de Minerva Pérez Castro, la presidenta de la CANAIPESCA, que denunció la extorsión y la pesca ilícita en las costas de Ensenada, y la mataron hace poco más de un año. O el de Angelita Meraz, una buscadora de desaparecidos que fue acribillada en Tecate luego de denunciar fosas clandestinas del narco y el abandono de la fiscalía para procesarlas.

O la trágica muerte de Hipólito Mora en Michoacán, un autodefensa que buscaba proteger a los sectores productivos michoacanos y que fue masacrado en junio de 2023. O don Guadalupe Casas Rodríguez, don Nico, el ciudadano activista que ubicaba y señalaba baches en su pueblo en Salvatierra, Guanajuato, y que fue herido fatalmente con disparos mientras realizaba una transmisión en vivo en redes sociales, mostrando los baches en una transitada carretera.

Todos ellos, Bernardo, Minerva, Angelita, Hipólito, don Nico, y muchos, muchos más, han sido asesinados para callarlos. Porque ante el silencio, la complicidad, corrupción e incapacidad de las autoridades de los tres órdenes, los ciudadanos activistas buscan la seguridad que les negaron, aunque con ello se les vaya la vida.

FUENTE: SEMANARIO ZETA.
AUTOR: ADELA NAVARRO BELLO.

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