El modelo carcelario en México está pensado y hecho para varones, por lo que las mujeres privadas de la libertad enfrentan diferentes formas de marginación, una de ellas es la dificultad para acceder a la educación. Muchas veces dependen de la generosidad de otras personas, como le pasó a Selene, para completar sus estudios.
Para Selene, haber perdido la libertad después de estudiar solo hasta la secundaria significó no poder continuar con su formación educativa en reclusión como una vía hacia la reinserción.
Para la mayoría de mujeres privadas de la libertad, el acceso a programas educativos es muy limitado. La organización La Cana señala que al representar las mujeres solo el 5.7 % de la población penitenciaria, todas las actividades que llegan a los reclusorios están destinadas principalmente a hombres.
Esto, pese a que la mayoría de ellas llega a prisión con un nivel educativo bajo, pues, según el Censo Nacional de Sistema Penitenciario Federal y Estatal 2025, el 40.3 % de las mujeres y 38.3 % de los hombres habían cursado secundaria como máximo nivel educativo.
Cuando finalmente obtuvo su libertad en 2017, luego de 2 años y 4 meses en reclusión en Ecatepec y Neza Sur, la fortuna de Selene cambió: una persona se ofreció a financiar su bachillerato con especialidad técnica en enfermería, lo que ahora le da la posibilidad real de tener una fuente de ingresos y cambiar su vida tras haber sido liberada.
Los estudios, recuerda, los dejó desde que se embarazó a los 17 años. Desde entonces sabía que quería ser enfermera, y tenía certeza de que debía seguir estudiando, pero no se pudo.
Recuerda que cuando le llegó la llamada de una de las socias de La Cana para decirle que alguien quería pagar sus estudios, lloró de la emoción, y mientras lo cuenta se le vuelven a llenar los ojos de lágrimas.
Sabía que primero tenía que terminar el bachillerato, y tuvo la oportunidad de que fuera junto con enfermería. “De hecho, tiene unas semanas que terminé mi servicio social, y pues ya nada más estoy en espera de empezar el trámite para mi cédula y ya. Así fue como empecé yo a estudiar”, relata.
Recibió el pago de colegiaturas, material y todo lo necesario. Tres años, más uno de servicio, los dedicó a concluir sus estudios. Y durante prácticamente cuatro años La Cana la apoyó para tener un trabajo y generar un ingreso, pues por la necesidad de mantener a su hijo, no podía quedarse solo estudiando.
Cuando recién supo que estaba embarazada, dice volviendo al momento en que abandonó los estudios, recuerda que incluso su mamá le insistía en que fuera, pero a ella le daba pena. Después, ya en reclusión, aunque había algunas oportunidades, “no eran al 100 %”, confiesa.
A veces, dice, los espacios no eran para todas o tenían ciertos límites. En lo personal, ella sentía que el aprendizaje no sería bueno, porque no era la misma calidad que una escuela en el exterior. Por otro lado, el certificado se expide con la acotación de que los estudios se realizaron en un centro de reclusión, lo que sabía que podía dificultarle el acceso al mundo laboral.
“Esas tres cosas hicieron que yo también, en reclusión, no terminara la prepa, por ejemplo”, admite. “Y quiero seguir estudiando, me quiero aventar la licenciatura, me quiero aventar una especialidad, maestría y hasta donde pueda, ¿no?”, cuenta entusiasmada.
Sus jornadas llenas de estudio y trabajo se notan incluso en la entrevista: está afuera de un hospital sosteniendo un teléfono y buscando el lugar con mejor señal para poder continuar con la videollamada. Ahora, dice, se da cuenta de que la realidad laboral es dura, se paga poco y se requiere una mayor especialización.
“Me gusta más el lado de geriatría. Me gusta mucho cuidar y trabajar con pacientes geriátricos, pero también me gusta el lado de psiquiatría. Yo hice mi servicio social en un hospital psiquiátrico y la verdad es que me enamoré totalmente de esa especialidad. O sea, me encantó trabajar con pacientes psiquiátricos. Eran puras mujeres en el psiquiátrico donde yo estaba”, cuenta sobre sus sueños más específicos.
Todavía faltan muchas cosas por hacer, reconoce, pero está muy motivada y conmovida luego de que alguien decidió, de manera desinteresada, pagar por sus estudios.
“Sentí bonito que una persona que no me conocía absolutamente nada se ofreció a ayudarme y a cumplir el sueño que no realicé a cierta edad. Yo empecé a estudiar ya grande”, dice.
Selene tiene 38 años. Cuando empezó a estudiar, recuerda, tenía meses de haber perdido a un hijo que falleció de un año 4 meses, lo que también influyó en querer estudiar enfermería. Él tenía una cardiopatía, y siempre anduvo de hospital en hospital para cuidarlo.
Le platicó su historia a la persona que se había ofrecido a financiarla, un poco de su niñez, adolescencia, cómo cayó en reclusión, lo que había pasado con su bebé y otros aspectos de su vida. Era una persona que también había recibido ayuda para sus estudios, y decidió hacer lo mismo por Selene.
Ahora sabe que los estudios son muy necesarios para una verdadera reinserción. No significa solo la entrada al ámbito laboral, sino que a partir de eso ha cambiado por completo su manera de pensar, sus actitudes, una perspectiva más madura, y también el círculo con el que se ha empezado a relacionar. “Te ayuda contar con la oportunidad de tener estudios y una educación”, sostiene.
Dificultades en el acceso a la educación para mujeres privadas de la libertad
El hecho de que la mayoría de los reclusorios estén pensados y diseñados para hombres ya abre, de por sí, una brecha de género muy grande para las mujeres privadas de la libertad, y esto suele agravarse por las condiciones en las que ellas experimentan la reclusión.
“Los hombres incluso tienen naves industriales, aulas escolares, biblioteca, mucho más espacios para la educación y la capacitación laboral, mientras las mujeres prácticamente tienen pocos espacios, al menos los centros penitenciarios que conocemos”, precisa Raquel, de La Cana.
“Hay penales para mujeres que tienen esta área educativa y talleres de capacitación laboral, pero son los menos”, apunta. Además, se enfrentan a la falta de espacios dignos, a un bajo nivel de inscripciones y a la dificultad de que los niveles de estudio en cada mujer son distintos.
Algunas de ellas, por ejemplo, no saben si quiera leer y escribir, otras tienen la primaria, unas más llegaron hasta la secundaria o el bachillerato, y un porcentaje muy reducido ha accedido alguna licenciatura o ya la tenía.
“Desde nuestra experiencia, falta muchísimo que hacer para tener buena educación en prisión, y desde luego el tema de educación; como que la gente en México piensa y aplaude, y festeja mucho el que hayan encontrado y detenido a la banda que roba en tal zona y demás, pero nadie se preocupa por qué pasa dentro de las cárceles, y qué pasa una vez que salen”, explica.
Si no reciben herramientas cuando están privadas de la libertad para cambiar, aprender, generar habilidades y herramientas distintas, probablemente egresen en peores circunstancias de las que tenían cuando entraron, apunta, por lo que es indispensable poner el foco de atención en ese aspecto.
“Para empezar, a una persona privada de la libertad, y sobre todo a una mujer, el Estado y la sociedad les falló. Son mujeres que vienen de contextos muy complejos, de muchísimo abandono, de muchas carencias, pobreza, abusos, violencia; si entiendes ese contexto, en dónde estaba el Estado, en dónde estaba la sociedad cuando a esa niña la vendieron, cuando esa niña estaba en situación de calle, quién la protegió a ella”, cuestiona.
Señala, además, que pese a que existe una Ley Nacional de Ejecución Penal para estandarizar lo que debe entenderse y aplicarse para las personas privadas de la libertad, los derechos que tienen, cómo se aplican y cómo deben respetarse, está pendiente la aplicabilidad local de la legislación.
FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: MARCELA NOCHEBUENA.







