—Hijo, vente para el hospital. Asesinaron a tu papá. Lo mataron.
Carlos Alberto, de 38 años, baja la mirada hacia el suelo.
Con voz apagada recuerda que esa frase lapidaria de su madre es lo poco que conserva con claridad de la llamada en la que le anunció que su padre, Rubén Céspedes, un comerciante de frutas y verduras de 61 años que se vestía de payaso para ir a las rancherías pobres a enseñar a los niños la palabra de Dios, se había convertido en una de las más de 2 mil víctimas que suma la guerra interna en el Cártel de Sinaloa.
Eran las 21:00 horas del viernes 29 de agosto cuando recibió la llamada. Mientras trabaja en su pequeño local de pollos rostizados, Carlos relata que ese día su tío abuelo estaba internado en el Hospital Civil por una afección, y que sus padres habían ido a visitarlo. Tras pasar un rato con él, salieron a tomar el aire y se sentaron en una banca de piedra de color verde, afuera del área de Urgencias.
Su madre, cansada, se recostó en la banca.
Minutos después, a eso de las 19 horas, un vehículo avanzó por la Avenida Álvaro Obregón, en la colonia Tierra Blanca, a un kilómetro escaso de la Catedral y el centro histórico, una de las zonas más vigiladas de la ciudad, con cámaras, policías y soldados. El coche se detuvo frente a los arcos blancos del hospital y, desde las ventanillas, brotaron ráfagas de plomo. Los disparos destrozaron dos autos estacionados y dejaron decenas de impactos en la fachada. Rubén no tuvo la suerte de su esposa: primero fue gravemente herido y poco después murió junto a otros dos hombres y una mujer que conversaban en los soportales. Otras dos mujeres, una de ellas una menor de 13 años, quedaron lesionadas.
—Justo le iba a mandar un mensaje a mi padre para ver cómo estaba, cuando me marcó mi mamá en estado de shock. Me repetía… ‘asesinaron a tu papá’. Mi esposa me vio y me preguntó: ‘¿Qué tienes?’. Me cambió el color de la piel. Me puse pálido, amarillo.
El ataque en el Hospital Civil ocurrió apenas unas horas antes de otros atentados contra hospitales de la capital. En una clínica privada del centro, sicarios entraron y asesinaron a balazos a un paciente de 20 años. Y en el nuevo Hospital General –el nosocomio público más grande e importante de la capital– dos hombres disfrazados de personal médico burlaron los filtros de seguridad y asesinaron a un joven de 21 años internado por una herida de bala. Como en las series de narcos, fueron a rematarlo. Luego huyeron con todo y disfraz.
Por la cercanía de los hechos, analistas sospechan que se trató de ‘ajustes de cuentas’ entre las dos facciones del Cártel de Sinaloa: los ‘mayitos’ y los ‘chapitos’, bandos criminales enfrentados tras la captura de Ismael ‘El Mayo’ Zambada.
Desde hace un año, con esa fractura como punto de partida, han convertido la capital y los municipios de alrededor en su campo de batalla. El saldo hasta ahora: más de 2 mil asesinatos, otros 2 mil desaparecidos oficiales y un daño emocional incalculable en una población que ha visto cómo la muerte alcanzó incluso los pasillos donde debería preservarse la vida: los hospitales.
La fe y la resignación
Son las 17:30 horas del 11 de septiembre. No han pasado ni 15 días del asesinato de su padre y de otras tres personas en el hospital. Carlos, que raspa con una espátula los restos de grasa incrustados en la parrilla de su local de pollos, dice que está dolido, pero tranquilo. Cristianamente resignado.
—Fue injusto que mataran así a mi papá. Él ni la debía ni la temía —afirma mientras se alza la visera de la gorra negra y se enjuga el sudor con el dorso de la mano izquierda. El termómetro marcó más de 35 grados en Culiacán durante todo el día, amplificados por el carbón al rojo vivo de la parrilla.
—Tal vez esas gentes pensaron que todos los que estaban fuera del hospital eran familiares de personas malas que podían estar internadas también —encoge los hombros—. Parece que ahora la delincuencia hace eso: ir a los hospitales a rematar a la gente. Pero mi padre no tenía nada qué ver con el narco. Nada.
Tras la sentencia, el hombre vuelve a acomodarse la gorra. Por la calle contigua pasa un convoy de militares, a los que ve de soslayo. Abre la nevera azul sobre la mesa frente a la parrilla y saca las tortillas sobrantes de la jornada, ya retorcidas y duras. Aunque entre sus clientes suelen estar los más de 6 mil soldados que patrullan la ciudad, hoy no fue un gran día de ventas. Como no lo es casi ninguno desde que estalló la crisis de violencia en Culiacán.
Además de llenar las calles de balaceras, muertos y desaparecidos, la guerra alteró la vida cotidiana: cambió los horarios de salida, y forzó a muchos a cerrar sus negocios, o a cerrarlos mucho más temprano. Carlos lo hace. Prefiere evitar problemas con los criminales, quienes ya intentaron extorsionarlo.
Un día –hace una pausa en la narración del suceso en el hospital– llegaron a su local en la colonia Aquiles Serdán y le ordenaron que les diera “internet y luz” para instalar una cámara clandestina en la entrada. No pudo negarse. La cámara permaneció ahí un tiempo hasta que fue retirada en un operativo policial. Hasta el 17 de septiembre, la Secretaría estatal de Seguridad reportaba 2 mil 619 cámaras decomisadas, conectadas a comercios y viviendas de la ciudad, como la pollería de Carlos. Así es como los grupos criminales controlan y espían los movimientos de los rivales, ciudadanos y fuerzas de seguridad.
—Mi papá no tenía que haber estado en el hospital en ese momento —dice de vuelta al tema—. Pero, al final –encoge los hombros–, reconocemos que Dios es soberano. Y si Él decidió llevárselo de esa manera… pues duele mucho, pero lo aceptamos.
Durante la entrevista, Carlos menciona varias veces a Dios. Él y su familia son creyentes, igual que Rubén. Padre e hijo solían ir juntos a las vías del tren para entregar comida a migrantes indocumentados rumbo a Estados Unidos. También ayudaban a personas en situación de calle. Y Rubén, además, se vestía de payaso los domingos para ir a los campos de tomate y a las rancherías a predicar la palabra de Dios con los niños.
— A mí siempre me ha gustado ayudar a las personas —comenta Carlos, ya sentado en una silla de plástico en el comedor de su casa—. Pero él era otra cosa. Yo siempre quise tener su corazón. Porque a mi padre lo podían maltratar o lo podían lastimar, pero nunca guardaba rencor. Me enseñó que hay que amar a las personas como a uno mismo. Como uno ama a Dios.
Por eso, aunque estaba enfermo de los pulmones, Rubén fue aquella noche al hospital, para acompañar a su esposa y relevarla en el cuidado del familiar.
Nunca pensó que la violencia, esa misma de la que tanto insistía a sus hijos que se cuidaran, lo alcanzaría tomando el fresco en la puerta de una clínica; un lugar que, hasta ese momento, se suponía seguro, pero que en Culiacán ya es otro frente de guerra.
—No nos dieron la oportunidad de despedirnos de mi papá. Y a él no le dieron la oportunidad de cumplir el sueño que tenía de hacerse una cabaña en Mazatlán. Por eso tenemos tristeza, rabia y resignación, por ese vacío que nos deja.
Carlos apoya la espalda en el respaldo de la silla. Tiene entrelazados los dedos de las manos cubiertas de tizne del carbón.
—Pero siento que esto que nos ha pasado va a fortalecer nuestra fe. Nos va a dar fuerza para seguir compartiendo esperanza a otras personas que han vivido lo mismo que nosotros, el mismo dolor. Porque ese es el legado de mi padre que quiero honrar: transmitir un mensaje de esperanza, de que vamos a salir adelante —expone Carlos, que, no obstante, cuando se le pregunta si no ha pensado en desplazarse del estado por la violencia, encoge los hombros con una sonrisa triste.
—Lo he platicado con mi esposa. La verdad, estamos cansados, tanto mental como espiritualmente. A veces, siento que sí sería lo mejor por la niña que tenemos. Pero aún no lo decidimos —concluye.
Urgencias bajo amenaza
A las 19:45 de la noche, la oscuridad ya cubre Culiacán. Tras entrevistar a Carlos, los periodistas de Animal Político y Noroeste recorren la colonia Tierra Blanca y desembocan en la Álvaro Obregón, la avenida que tomaron los sicarios para llegar al Hospital Civil la noche del 29 de agosto.
Muy poco después del atentado, el 1 de septiembre, la fachada de Urgencias fue resanada y pintada a toda prisa. Como si alguien quisiera borrar cualquier vestigio de la balacera y las muertes. En el lugar aún quedan cicatrices: una vela consumida al pie de la banca donde asesinaron a Rubén y un grueso impacto de bala mal cubierto por un pegote de yeso.
Esta noche, por la entrada de Urgencias se ve entrar y salir a personas, pero ninguna ocupa las bancas de piedra que también son maceteros. Ni siquiera la presencia de un retén del Ejército con seis soldados fuertemente armados inspira confianza. Rodean en silencio a un enorme ‘Ocelot’, el vehículo táctico de alto blindaje y torreta con cañón que la Sedena presentó como su nueva joya durante el desfile del 16 de septiembre pasado, el de 2024.
Pero ni el blindado ni los más de 6 mil militares desplegados en la ciudad dan tranquilidad. La ciudadanía entrevistada se queja de que, pese a retenes, armas largas y blindados, los asesinatos y ataques de alto impacto no cesan.
—Llevábamos unas semanas algo más tranquilas. Estábamos avanzando paso a pasito, pero cuando ocurren hechos de muy alto impacto, como las balaceras y masacres en los hospitales, de nuevo cae en picada la percepción de seguridad y la gente vuelve a encerrarse en sus casas —apunta en entrevista Óscar Sánchez Beltrán, presidente de la Unión de Comerciantes de Culiacán.
—Ya no salimos de casa, menos por la noche. Y no salimos porque es peligroso. Te pueden quitar el carro, o te puede tocar una balacera. Es más, ir a un hospital ya se ha vuelto algo muy peligroso —añade Víctor Manuel Aispuro, director de una escuela primaria que sigue de luto por la muerte en enero de este año de dos de sus pequeños alumnos. Ambos fallecieron junto a su padre tras ser interceptados por hombres armados en el fraccionamiento Los Ángeles. Les dispararon a quemarropa sin mediar palabra.

Los criminales tampoco parecen muy intimidados. Siguen llevando su guerra a escenarios tan insospechados como las escuelas o los hospitales, que acumulan seis ataques armados en un año de enfrentamientos al interior del cártel, según confirmó la Secretaría de Salud estatal a inicios de septiembre.
Tres días antes del recorrido, el 8 de septiembre, los reporteros acudieron al nuevo Hospital General. Semanas atrás, ahí mismo, sicarios disfrazados de personal médico habían asesinado a un herido de bala. Aquella tarde, a eso de las 13:15 horas, encontraron miedo y desconcierto. Bajo unos toldos frágiles sobre la banqueta, las mujeres que venden comida y refrescos relataban nerviosas un nuevo rumor esparcido en redes sociales –otro frente de la guerra y la propaganda criminal–: que sicarios habían vuelto a infiltrarse disfrazados para rematar a alguien.
Poco después, unidades del Ejército bloquearon todos los accesos. Nadie podía entrar ni salir. Afuera, bajo un sol corrosivo y casi 40 grados de calor, familiares desesperados exigían respuestas a los soldados herméticos. Horas más tarde, las autoridades informaron que solo detuvieron a un hombre “con actitud sospechosa”. Extraoficialmente, entre reporteros corrió la versión de que ocultaba jeringas bajo la ropa, sin que fuera confirmado.
Nueve días después, el 17 de septiembre, la escena se repitió. Una mujer vestida con un uniforme quirúrgico gris oscuro y gafas negras de armazón grueso entró a las 15:25 horas en el nuevo Hospital General. No llevaba armas, pero sí tres jeringas. Se dirigió al área de hospitalización de heridos por arma de fuego. Ahí, en la cama 244, estaba internado Leonel V. P., alias ‘El LV’, detenido el pasado 6 de septiembre, tras un enfrentamiento armado con las autoridades.
Según la acusación de la Fiscalía General del Estado de Sinaloa, la mujer, identificada como Sandra, se habría disfrazado también para hacerse pasar por personal del Hospital, e inyectarle una sustancia en el catéter al paciente que, como reacción, gritó: ‘¡Ah, me quieres matar’.

Un elemento de la Guardia Nacional escuchó el grito, entró a la habitación y cuestionó a Sandra sobre su presencia en el lugar. La mujer se puso nerviosa y trató de huir, pero fue detenida. Con ella llevaba dos credenciales: una de estudiante de Medicina del ciclo 2013-2014, y otra como residente en el nuevo Hospital General, pero del ciclo 2018-2019. Durante su audiencia inicial ante un juez, Noroeste reportó que la defensa de la mujer denunció que fue víctima de tortura por parte de las autoridades durante la detención, pero no aclaró por qué inyectó una combinación de analgésicos y antibióticos –que la Fiscalía acusa que combinados pueden provocar la muerte de una persona– en el paciente. Su proceso legal continúa.
El clima de tensión en el nuevo Hospital General se agravó porque un día antes, el 16 de septiembre, un convoy militar había sido atacado en el sector Los Ángeles, al nororiente de la ciudad. La persecución terminó otra vez cerca del nosocomio, desatando la incertidumbre entre pacientes y familiares.
Con atentados e intentos de asesinato cada vez más frecuentes, el personal médico de este hospital decidió protestar el 18 de septiembre. Exigen a las autoridades protección y que trasladen a los heridos de bala, pues aseguran que su presencia convierte a la clínica en otro campo de batalla de la guerra en Sinaloa.