Cada vez más personas parecen estar dispuestas a intercambiar democracia por seguridad. ¿Cómo llegamos a este punto? Por una trampa perfecta: el Estado, desde su propia descomposición, ha trabajado durante años para consolidar la idea de que la seguridad solo es posible si los derechos humanos no estorban.
Me sucedió recientemente, una vez más. Esta vez en una mesa cerrada de análisis, donde se presentó un nuevo reporte sobre política de drogas, delincuencia organizada y su impacto en los derechos humanos. Al presentar mi argumento, sugerí que tal vez hemos llegado al límite de la caja de herramientas políticas y técnicas para defender y promover un paradigma de seguridad con enfoque de derechos humanos. Inmediatamente, alguien reaccionó con énfasis: “¡No podemos dejar de luchar!”, o algo similar.
A mi juicio, se trata de un error analítico ampliamente extendido. Profundizar en la definición del problema y reconocer las pérdidas con franqueza, antes de insistir en las soluciones, es visto por muchas personas como una especie de rendición. Lo he presenciado innumerables veces. Observar a fondo y con el mayor realismo posible la crisis de derechos humanos provocada por las políticas de seguridad hegemónicas suele detonar una respuesta mecánica de evasión, que se aleja del problema y se aferra a lo que se percibe como una solución inmediata.
Creo que existe un temor profundo ante la realidad abrumadora y, también, frente a la posibilidad de nombrarla. A ello se suma, con fuerza, el sesgo de confirmación descrito por Daniel Kahneman: la tendencia a interpretar la información de manera que confirme creencias previas, ignorando o desvalorizando la evidencia contraria.
La dupla Trump-Bukele se ha posicionado, al menos en esta región del mundo, como la vanguardia de la erosión de los derechos humanos en nombre de la seguridad. Me detengo en el caso de El Salvador. La información que recibimos en el Programa de Seguridad Ciudadana de la Ibero CDMX confirma que cada vez más personas reconocen la política de seguridad de ese país como un modelo a seguir. Celebran la caída de los homicidios intencionales, ignorando la evidencia contundente sobre detenciones ilegales y arbitrarias, allanamientos sin orden judicial, uso excesivo de la fuerza, violaciones a derechos de niñas, niños y adolescentes, demoras en el control judicial de las detenciones, ineficacia del habeas corpus, ausencia de pruebas para imputaciones, uso abusivo de la prisión preventiva, audiencias masivas, restricciones al derecho de defensa, violaciones al debido proceso y la posible muerte de cerca de 200 personas privadas de libertad, entre otras (ver informe de la CIDH).
Este informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos destaca que “existe un falso dilema entre adoptar acciones efectivas contra el crimen organizado y respetar las obligaciones legales e internacionales en materia de derechos humanos”. La frase resume el núcleo del conflicto actual, que va más allá del ámbito de la seguridad: se trata de una disyuntiva que pone en riesgo la supervivencia misma de la democracia constitucional de derechos, al menos en nuestra región. Reconocerlo es crucial para así enfrentarlo.
Cada vez más personas parecen estar dispuestas a intercambiar democracia por seguridad. ¿Cómo llegamos a este punto? La pregunta revela una trampa estructural de Estado: la transición democrática en América Latina —y sin duda en México— dejó fuera la seguridad. Lo evidencia la persistencia de la seguridad nacional como refugio que impide una verdadera rendición de cuentas del aparato policial y militar. De esto se sigue lo que Rut Diamint denomina la remilitarización de América Latina.
Una trampa perfecta: el Estado evitó la reforma democrática del sector seguridad, impidiendo su profesionalización y el establecimiento de controles eficaces. Ese abandono produjo un fracaso sistemático ante la violencia y el crimen, generando así las condiciones para el respaldo político y social que hoy lleva al poder a quienes sostienen que los derechos humanos son un obstáculo para nuestra seguridad.
Los derechos humanos llegaron a las normas —nacionales e internacionales—, pero no se integraron en las políticas ni en las prácticas institucionales. Paradójicamente, la omisión deliberada de profesionalizar, en especial el uso de la fuerza pública, sembró la desconfianza hacia los propios límites que imponen los derechos humanos. La falla institucional, en lugar de impulsar una reforma, trasladó el costo hacia los derechos, debilitando el consenso en torno a su legitimidad. Hoy, el aplauso es para quien propone eliminarlos.
Con razón la CIDH afirma que es falso el dilema entre derechos humanos y eficacia frente al crimen organizado. Pero tal vez ya es tarde. El Estado, desde su propia descomposición, ha trabajado durante años para consolidar la idea de que la seguridad solo es posible si los derechos humanos no estorban. De ese tamaño es el desafío.
Reconocer esto puede ser más útil que negarlo, precisamente para equilibrar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad, tal como lo propuso Antonio Gramsci.
FUENTE: ANIMAL POLÍTICO.
AUTOR: ERNESTO LÓPEZ PORTILLO.
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